
Débora, profetisa y jueza, tenía su oficina bajo una palmera en las montañas. Nada de escritorios de madera maciza ni lugares ceremoniosos. Su despacho era el aire libre, un lugar que parecía gritar: “Acá se resuelve lo importante sin vueltas.” Y hasta ahí iba el pueblo de Israel, buscando respuestas, como quien va a hablar con esa amiga sabia que siempre tiene algo justo para decir. Pero Débora no era solo la que escuchaba y aconsejaba; también era estratega y, sobre todo, una constructora de esperanza.
Un día llama a Barak, el general del ejército, y le da un mensaje que no deja margen para negociar: “Dios dice que juntes 10.000 hombres y subas al monte Tabor a enfrentarte con Sísara, el comandante enemigo”. Barak, que no era ningún improvisado pero tampoco el más valiente del barrio, responde: “Voy, pero solo si venís conmigo”. Y Débora, con esa serenidad que tienen los que saben cómo termina la película, le dice: “Está bien, voy. Pero que sepas que la gloria no va a ser tuya; el Señor entregará a Sísara en manos de una mujer” (Jueces 4:9). Y listo, se lo despachó con estilo.
La batalla ocurre, y todo sale según lo previsto. Sísara pierde su ejército, sus carros y, de paso, su ego. Pero no cae en el campo de batalla, sino en una tienda. Yael, una mujer sin armas ni armadura, se encarga del resto. Lo recibe con hospitalidad, le da leche como si fuera su abuela, y cuando él se relaja, toma una estaca y termina lo que Barak no pudo (Jueces 4:17-21). Si esto fuera un partido de fútbol, Yael sería esa jugadora que aparece en el minuto 90 y mete el gol del campeonato.
Lo más interesante, sin embargo, no es la batalla en sí, sino lo que pasa después. Débora y Barak cantan. Pero no es solo un canto de agradecimiento a Dios, como el de Miriam cuando cruzaron el Mar Rojo. Es un canto que mezcla lo divino con lo humano. Celebran el milagro, claro, pero también el coraje de los que pusieron el cuerpo. En su canción, Débora dedica versos especiales a Yael, describiéndola como “bendita entre las mujeres” (Jueces 5:24-27). Porque la grandeza, a veces, está donde nadie la espera.
Y acá es donde esta historia deja de ser un relato de otro tiempo y se convierte en un espejo para nosotros. ¿Cuántas veces, como Barak, necesitamos alguien que nos dé el empujón para arrancar? ¿Cuántas veces, como Débora, somos nosotros los que tenemos que ser esa voz que guía? ¿Y cuántas veces, como Yael, tenemos que hacer algo grande con lo poco que tenemos?
Después de cada batalla, hay que cantar. No importa si saliste victorioso, si perdiste o si apenas lograste mantenerte de pie. Cantar es lo que transforma el esfuerzo en algo que podés llevarte, que te deja seguir adelante. Porque esas canciones cuentan la verdad: que nunca peleamos solos, que siempre hay algo de divino en lo humano y que hasta las luchas más grandes pueden convertirse en esperanza.
Y la historia, como la vida, no termina ahí. Porque el canto no se acaba; sigue sonando en quienes lo escuchan, como un eco que nos recuerda que siempre podemos avanzar, siempre podemos transformar. Y eso, aunque no lo veamos, es lo que nos mantiene vivos.
Shabat Shalom
Wally Liebhaber