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Parasha Vaiera

Hay historias en la Torá que no se leen, se sienten. La de Hagar, Ishmael, Abraham y Sara es una de esas. Una historia incómoda, de esas que te dejan un nudo en la garganta más que una enseñanza fácil. Hagar, la asistente egipcia de Sara, termina siendo la madre del primer hijo de Abraham. Pero el texto dice: “Entonces Sarai la afligió, y ella huyó de su presencia.” (Génesis 16:6) Y ahí, entre esas pocas palabras, se esconde un mundo. Dolor, poder, silencios, y una humanidad que la Torá nunca disfraza. Esta semana la historia sigue, y se pone todavía más dura: Hagar es enviada lejos junto a su hijo. Sara lo pide, Dios lo permite, Abraham lo hace. Una escena difícil de justificar, y aún más difícil de entender.

Los comentaristas tampoco la endulzan. Najmánides dice sin vueltas que tanto Abraham como Sara actuaron con dureza. Lo llama, directamente, un error. Y entonces aparece la pregunta: ¿por qué la Torá cuenta algo tan incómodo? Podría haberlo omitido. Pero no. Lo deja ahí, como quien pone un espejo frente a nosotros. Quizás porque la Torá no es un libro de héroes, sino un libro de humanidad. Nos muestra también las sombras de quienes admiramos, para que aprendamos en qué no repetirnos.

El texto aclara que Hagar era egipcia. Y el verbo que usa para describir su sufrimiento “afligir” es el mismo que Dios va a usar después cuando le anuncia a Abraham el futuro de su pueblo: “Tus hijos serán extranjeros en una tierra ajena, donde serán esclavizados y afligidos durante cuatrocientos años.” (Génesis 15:13). Como si el Éxodo ya empezara acá, en miniatura. Hagar, la mujer egipcia que sufre en la casa de Abraham y Sara, se convierte sin saberlo en el anticipo del pueblo judío esclavizado siglos después en Egipto. La historia se da vuelta: lo que hicimos, nos lo harán. Lo que dolió en ella, nos prepara para entender el dolor del otro.

Cuando Abraham finalmente la despide con pan y agua, Hagar se pierde en el desierto de Beer Sheva. Se queda sin agua, deja a su hijo bajo un arbusto y llora. Entonces un ángel le dice: “No temas, porque Dios ha oído la voz del muchacho desde donde está.” (Génesis 21:17)
Sus ojos se abren, ve un pozo, y la vida vuelve. Esa escena no es casual. El pueblo judío también va a salir de la esclavitud hacia el desierto, también va a perderse, también va a tener sed, y también va a escuchar la misma frase: “No teman.” (Éxodo 14:13)

Incluso los gestos se repiten: Abraham pone el pan sobre el hombro de Hagar (Génesis 21:14); siglos después, los israelitas van a cargar la Matzá sobre sus hombros al salir de Egipto (Éxodo 12:34). La misma imagen, otro tiempo. El mismo pan, otro exilio.

Y tal vez ahí esté la enseñanza. La Torá no muestra errores por morbo, sino para despertarnos sensibilidad. Por eso, una y otra vez, nos recuerda: “Amarás al extranjero.” (Deuteronomio 10:19) Y agrega: “No oprimirás al extranjero, porque ustedes fueron extranjeros en la tierra de Egipto.” (Éxodo 22:21)

No para quedarse en la herida, sino para no perder la empatía. Porque quien una vez fue Hagar, no puede volver a oprimir a otra Hagar. El poder se vuelve sagrado sólo cuando se usa para cuidar.

Hagar no desaparece. Su nombre “la extranjera” queda en la Torá como un espejo que incomoda, pero que necesitamos mirar. Nos recuerda que todos, alguna vez, fuimos forasteros: en una historia, en una casa, o incluso en nuestra propia piel. Y que la verdadera grandeza no está en fundar naciones, sino en aprender a mirar el dolor del otro sin correrlo del lugar.

Porque (y esto ya no lo dice la Torá, lo dice la vida) no hay desierto más grande que el de quien no ve al otro. Y no hay pozo más profundo que aquel donde, por fin, alguien nos ofrece agua.

Shabat Shalom.
Wally Liebhaber

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