Skip to content

Haftará Itro

Dicen que hay momentos en la vida en los que el llamado es tan fuerte que no se puede ignorar. No es un llamado de teléfono, ni un mensaje de WhatsApp que podés patear para después. Es algo que te sacude, que te paraliza un segundo y te cambia para siempre. Así fue la revelación en el Monte Sinaí en Parashat Itro, y así fue la visión del profeta Isaías en la Haftará de esta semana.

Los israelitas estaban ahí, de pie, viendo el trueno y el fuego, escuchando la voz de Dios en una experiencia que los dejó temblando. No fue una enseñanza en un pizarrón, no fue un mensaje suave y racional. Fue algo que les explotó en el pecho. Algo que los desbordó tanto que no pudieron más que retroceder, conmocionados, sintiendo que ese momento era demasiado grande para ellos: “Todo el pueblo veía los truenos, los relámpagos, el sonido del shofar y el monte humeante; y al verlo, temblaron y se mantuvieron a distancia” (Éxodo 20:15).

Y algo muy similar le pasó a Isaías en su primera visión profética. Se encuentra con Dios rodeado de Serafines, criaturas aladas que gritan: “Santo, santo, santo es el Señor de los Ejércitos, toda la tierra está llena de su gloria” (Isaías 6:3). El suelo tiembla, el lugar se llena de humo, y Isaías, como cualquier persona normal, siente que no está a la altura: “¡Ay de mí, estoy perdido! Porque soy un hombre de labios impuros y vivo entre un pueblo de labios impuros” (Isaías 6:5).

¿No nos pasa lo mismo cuando nos enfrentamos a algo más grande que nosotros? Esa sensación de no estar preparados, de no ser suficientes. Nos paraliza la idea de que quizás no somos lo suficientemente buenos, lo suficientemente sabios, lo suficientemente justos. Nos pasa en lo personal, en lo profesional, en lo espiritual. Ante lo inmenso, nos achicamos.

Pero lo interesante es lo que pasa después. Un Serafín toca los labios de Isaías con una brasa ardiente y le dice que su culpa ha sido purgada (Isaías 6:7). Dios le hace una pregunta simple pero demoledora: “¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros?” (Isaías 6:8). Y, en ese instante, Isaías responde con una de las frases más poderosas de la Biblia: “Hineni. Aquí estoy. Envíame.”

No dice “Déjame pensarlo”, “No sé si estoy listo”, “¿Podemos probar con otra persona?”. No. Se para y dice: Voy.

Y es acá donde todo se vuelve real para nosotros. Porque la historia de Isaías no es solo sobre un tipo que vivió hace miles de años y tuvo una visión mística. Es nuestra historia. Todos, en algún momento, vamos a escuchar un llamado. Puede ser algo enorme y trascendental, o algo pequeño pero determinante. Lo importante no es la magnitud del llamado, sino la respuesta.

¿Cuántas veces escuchamos esa voz interna que nos empuja a hacer algo y la callamos? Ese deseo de empezar un proyecto, de reparar una relación, de hacer un cambio. Nos convencemos de que no es el momento, de que no estamos listos, de que alguien más lo hará mejor. Pero la pregunta sigue ahí, en el aire: “¿A quién enviaré?”

El destino de Isaías no era fácil. Su misión no era traer buenas noticias, sino advertir sobre la destrucción inminente. A veces, la verdad no es cómoda, pero hay que decirla igual. Y a pesar de la dificultad, él dijo: Voy igual. Ahora, si esto fuera una película de Hollywood, la historia terminaría con una gran victoria. Pero no. Isaías es advertido de que su mensaje no será bien recibido. Que la gente no va a escuchar. Que va a hablarle a un pueblo con los oídos tapados y el corazón endurecido (Isaías 6:10). Y sin embargo, sigue adelante.

Pero incluso en la destrucción, la Haftará deja una chispa de esperanza. Se nos dice que como el árbol que es talado pero deja su tronco vivo, siempre habrá una semilla sagrada, un remanente que volverá a crecer: “Como la encina y el roble, que al ser cortados dejan un tronco, así será la simiente sagrada que quedará en pie” (Isaías 6:13).

No importa cuán grande sea la crisis, siempre hay algo que queda en pie, siempre hay algo desde donde volver a empezar. La pregunta es si cuando llegue el momento, cuando el llamado aparezca en nuestra vida—de la forma que sea—vamos a hacer lo mismo que Isaías. Cuando llegue la oportunidad de actuar, de hablar, de cambiar algo importante, ¿vamos a retroceder como los israelitas en el Monte Sinaí? ¿O vamos a dar un paso al frente y decir, con convicción y valentía: “Hineni. Aquí estoy. Envíame.”

Y no se trata de ser profetas. Se trata de entender que cada día hay pequeñas oportunidades de responder a algo más grande. No siempre será un llamado divino con fuego y truenos. A veces es alguien que nos necesita y nos hacemos los distraídos. A veces es una injusticia que podríamos señalar, pero elegimos el silencio. A veces es la oportunidad de hacer algo diferente con nuestra vida, pero nos decimos que no es el momento. Y en cada uno de esos instantes, la misma pregunta sigue flotando en el aire: “¿A quién enviaré?”

Cada uno tiene su propio Monte Sinaí, su propia brasa ardiente, su propia elección de quedarse inmóvil o dar un paso adelante. Y cada vez que elegimos actuar, cada vez que decimos “acá estoy”, seguimos el legado de los que, antes que nosotros, no se quedaron en la comodidad de su mundo, sino que entendieron que cuando llega el llamado, hay que responder. Porque el mundo no se transforma solo con quienes escuchan. Se transforma con quienes, al escuchar, responden: Hineni. Aquí estoy. Envíame.

Wally Liebhaber

Compartir

Share on facebook
Share on twitter
Share on whatsapp
Share on email

Iamim Noraim
2022-5783

Te invitamos a ser parte de este Minian, para seguir viviendo y construyendo Amijai

Conocé nuestras propuestas

×