Hay momentos en los que la historia no avanza por grandes milagros, sino por un gesto simple como que alguien se acerca y rompe los ciclos de una historia que venía dividida.
En la Parsha de Vaigash Iehudá se acerca a Iosef no con poder ni con razón, sino con responsabilidad. No dice “ yo tengo la razón”, sino qué dice: “estoy dispuesto a cargar con mi historia, con mi responsabilidad”. Y en ese instante algo se rompe y es la lógica de la separación.
Cuando el otro deja de ser amenaza y pasa a ser destino compartido, la historia cambia.
Y la Haftará lo muestra con una imagen poderosa de dos maderas. Una se llama Iehudá, la otra Iosef. No son símbolos abstractos, representan a un pueblo que, después de la muerte de Shlomó, se partió en dos reinos que dejaron de verse como un mismo destino. Durante generaciones estuvieron separados, enfrentados, heridos, cada reino convencido de ser el verdadero Israel. Dios no le pide al profeta que elija una y descarte la otra. No las pega con fuerza. Las pone en la misma mano. Porque la unidad no nace de borrar diferencias, sino de sostenerlas juntas.
Cada una trae su verdad, su estilo, su herida. Pero cuando las dos aceptan estar en la misma mano, algo nuevo aparece y es un solo pueblo.
Hay una idea profunda, la división no empieza cuando pensamos distinto, empieza cuando creemos que el otro sobra. La redención, en cambio, comienza cuando entendemos que mi identidad no se debilita por la del otro, sino que se completa.
Por eso el liderazgo que aparece no es el del control, sino el de la integración. No el que elimina tensiones, sino el que las transforma en pacto. No un rey que impone, sino uno que une.
Y al final la promesa no es solo política ni histórica. Es espiritual y lo vemos cuando D-s dice “Mi presencia habitará entre ustedes”. No cuando todos piensen igual, sino cuando aprendan a vivir juntos.
Dios quiera que hoy el pueblo de Israel entienda que no hay futuro en la fragmentación, y que solo cuando aprendemos a sostenernos juntos con nuestras diferencias podremos volver a ser un solo pueblo con un solo corazón de verdad.
Y también que cada uno de nosotros, en lo personal, tenga la valentía de dar ese mismo paso acercarse, integrar, unir. Porque a veces, ahí empieza no solo la redención colectiva, sino también la nuestra.
Shabat Shalom
Sem Mati Bomse









