La Parashá de esta semana comienza diciendo: “Y fue la vida de Sara, de cien años y veinte años y siete años, los años de la vida de Sara” (Bereshit 23, 1).
Sin embargo, “Shnei Jaiei Sara” (traducido como “Los años de la vida de Sara”), puede leerse como ‘Las dos vidas de Sara’.
¿Por qué pensar que Sara tuvo dos vidas?
Porque si bien nuestra vida es una, existen ciertos giros en nuestra existencia que hacen cambiar radicalmente nuestra percepción del mundo. (Ej: el nacimiento de un hijo, la llegada del amor, un problema financiero, o una pérdida muy querida).
Todxs tenemos algo que, en algún momento, nos hizo crecer y madurar, aun cuando haya sido a la fuerza de algún golpe o dolor en esta vida.
Muchas vidas conviven en una vida, y suele ser la manera en cómo afrontamos estos cambios la que marcará el rumbo de un nuevo capítulo.
La palabra inicial de esta Parashá sea un buen indicio para saber cuáles fueron las dos vidas de Sará: “VaIihú”.
El autor del libro “Mishná Belulá” explica que la palabra ‘VaIhiú’ (‘Y fueron’) tiene un valor numérico igual a treinta y siete (6, 10, 5, 10, 6).
Sará vivió ciento veintisiete años. Si a eso le restamos treinta y siete, tendremos noventa años. A los noventa años Sará dio a luz a su único hijo, nuestro patriarca Itzjak.
Una vida o dos vidas, según cómo se vea. Porque también podemos decir si bien podríamos decir que fue una vida de ciento veintisiete años, o que fue una de noventa y otra de treinta y siete.
Historia:
Cuenta la historia que un hombre caminaba por un bosque y se topó con un cementerio. Había lápidas viejas y caídas, a duras penas se dejaban leer las inscripciones en la piedra.
Sin embargo, el hombre alcanzó a leer los nombres y la edad de los fallecidos, y notó con sorpresa que la edad de aquellos que yacían allí no pasaba de los once años y lo más extraño era que el tiempo vivido estaba escrito en años, meses, semanas, días y horas.
El hombre se sintió conmovido, pensando que se encontraba ante un cementerio de niños. Fue por eso que se acercó al pueblo vecino a preguntar qué extraño mal golpeo a esa población que había arrasado con tantas jóvenes vidas.
“No son niños”, le respondió el anciano del lugar. ‘Y aquí no hay ningún mal que nos acose”.
Ocurre que desde hace generaciones conservamos una bella costumbre. Cada niño, al cumplir los quince años, recibe una pequeña libreta. Igual a ésta que llevo colgada en mi cuello. Y es tradición entre nosotros que a partir de allí, cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abra la libreta y anote en ella:
-A la izquierda qué fue lo disfrutado y a la derecha, cuánto tiempo duró el goce.
Por ejemplo: te enamoraste..¿Cuánto tiempo duró esa pasión? ¿Cuánto tiempo se permitieron conocer? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Tres semanas y media?
¿Y el viaje más deseado? ¿Y el encuentro con esa persona que venía desde algún lugar lejano? ¿Cuánto tiempo duró el disfrutar de estas situaciones? ¿Días? ¿Semanas? ¿Horas?
Así… vamos anotando en la libreta cada momento que disfrutamos…cada instante de dicha. Cuando alguien se muere, es nuestra costumbre, abrir su libreta y sumar el total de tiempo disfrutado, para escribirlo sobre su tumba, porque ese es para nosotros, el único y verdadero tiempo vivido.
Que el ejemplo de Sara nos valga para inspirarnos en su fuerza frente a la adversidad y su pasión para afrontar los cambios a los que nos traiga e imponga la vida.
Shabat Shalom!
Wally Liebhaber