II Reyes 7:3-20
La Haftara, la lectura de una porción del libro de los Profetas junto con la Torá, es muy antigua: data de por lo menos 2000 años atrás.
Si bien hoy en día su lectura pública y estudio forman parte del canon de los judíos de todo el mundo, sus orígenes son difusos: los estudiosos no saben con precisión cuándo ni dónde fue instituida. [1] Remontan su origen al siglo II antes de la era común, en respuesta a un edicto de Antíoco IV. En esa época, según la tradición, la lectura pública de la Torá estaba prohibida. Los Sabios se opusieron, e ingeniosamente se arriesgaron al determinar que debían leerse textos de la literatura profética cuyo contenido recordara al pueblo el tema de la lectura semanal de la Torá. [2]
En ocasiones, la relación entre la parashá y la haftará puede ser directa: asi, la elección del pasaje profético es instructiva, indicándonos lo que a juicio de los Sabios, era el mensaje clave de la parashá. [3]
Por eso, la haftará se trata de conexión.
Las historias no son lineales. Su riqueza y complejidad radica en aprender a reconocer las sutiles pinceladas de sabiduría milenaria que emanan de nuestras fuentes, y que nos invitan una vez a acercarnos para descubrirlas.
Para conocer la historia de esta semana, debemos empezar un poco más atrás del inicio…
Eran los días de Joram, rey de Israel, hijo del rey Acab. El rey de Aram, estaba en guerra con Israel y había puesto sitio a Samaria (el reino del norte de Israel).
La ciudad estaba fracturada por una hambruna que hundía a la población en la desesperación total: se cuenta que un día, Joram escuchó a una mujer pedir ayuda en un grito desgarrador. El rey creyó que mendigaban comida, pero al oír el reclamo se horrorizó hasta la médula.
En la demencia por la hambruna, dos mujeres hicieron un trato macabro: si la inanición mataba a sus hijos, ambas lo comerían, y después harían lo mismo con el hijo de la otra mujer. Una de las madres había cumplido, pero la otra escondió a su hijo muerto incumpliendo su parte del trato…
La hambruna era catastrófica, y el canibalismo borraba todo rastro de humanidad.
Con el alma estrujada en un puño, el rey se rasgó la ropa y juró matar al profeta Eliseo, considerando que sus oraciones podrían haber evitado toda la tragedia.
Joram lo mando a buscar, y cuando lo hallaron Eliseo le aseguro que la hambruna terminaría abruptamente: al otro día habría tanta harina y tanta cebada en Samaria, que tal abundancia haría descender su precio a un valor irrisorio. El ayudante cercano del rey, incrédulo exclamó: “¿¡Cómo es esto posible!? si Di-s hace ventanas en el cielo, ¿sucederá esto?” Eliseo le respondió que ciertamente vería la profecía hacerse realidad, pero que no viviría lo suficiente para disfrutarla.
Es aquí, en este punto crucial de la historia donde comienza la haftará que nos reúne esta semana: se hallan cuatro metzoraim (individuos que sufren de tzaraat) sentados a las puertas de la ciudad sitiada. [4]
Estos cuatro desafortunados se encontraban en una situación no mejor que la de sus hermanos de la ciudad. En la agonía del hambre, decidieron que era mejor entregarse a los soldados arameos, donde tenían al menos una posibilidad de sobrevivir, que morir de hambre.
Cuando llegaron al campamento, estaba desierto. Di-s había hecho un milagro: los soldados de Aram habían oído los sonidos de un gran ejército que descendía sobre ellos y entraron en pánico.[5]
Aterrorizados, los arameos huyeron de inmediato, dejando caer sus posesiones por el camino para aligerar su carga.
Aun teniendo la oportunidad en sus manos, los metzoraim no tomaron el botín para sí mismos, sino que volvieron a la puerta de la ciudad, para avisarle al rey Joram. La gente fue y encontró tanta comida en el campamento arameo que “un sea de harina se vendió por un siclo, y dos seas de cebada se vendieron por un siclo”, tal como profetizo Eliseo.
El rey había designado a su ayudante, el mismo de antes en la historia, para mantener el orden en la puerta de la ciudad, pero en el tumulto popular el ayudante fue pisoteado hasta la muerte, cumpliendo así fielmente las palabras del profeta para él.
La haftará se trata de conexión, y la oración inicial revela que se enlaza con la parasha doble de esta semana: la escena de los cuatro afectados por tzaraat sentados a las puertas de la ciudad.
¿Qué hacían allí? La Torá instruye que un metzorá debe vivir en las “afueras del campamento” hasta que su tzaraat este curada.
Los comentaristas sugieren que Tzaraat no es una enfermedad, sino una manifestación física de un defecto espiritual y de comportamiento. En este contexto, el rasgarse la ropa y dejar la cabeza descubierta son signos de duelo (Rashi), y morar fuera del campamento en soledad es visto como un correctivo social más que como una precaución médica: “¿Por qué dice el leproso: “Él se sentará solo fuera del campamento”? Puesto que él trajo división entre un hombre y una mujer, entre una persona y otra, que se siente solo…” (Arajin 16a)
¿Cuál es la base de esta afirmación? Comúnmente en la literatura rabínica, Tzaraat se ve como un castigo por ofensas sociales: “malas palabras – lashón hará”, calumnias, chismes. [6]
La persona afligida es enviada “fuera del campamento” para que pueda sentir lo que es estar aislado. Este individuo que se ha sentido superior a los demás, que pudo lastimar, calumniar o hacer chismes sobre los demás, ahora sentiría lo que es estar solo, fuera del entorno social.
La suposición es que a medida que el marginado comienza a repararse a sí mismo, la dolencia disminuye hasta que él o ella es readmitido en la sociedad, arrepentido, reparado y curado.
Tzaraat podría ser una aflicción horrible, pero también podría ser el comienzo de un proceso de cambio interno primero, y externo después.
Al principio de nuestra haftará los metzoraim eran los excluidos de su sociedad, los segregados, apartados. No tenían nada. Y en un instante, cuando lo tuvieron todo, sacaron a relucir el valor de la responsabilidad por los otros: “se dijeron unos a otros: “No estamos haciendo lo correcto.
¡Este es un día de buenas noticias, y nos mantenemos en silencio!”.
No podían hartarse con manjares cuando sabían los estragos que estaba causando la hambruna.
Conocían el dolor, la desesperación. Llevaban las heridas del prejuicio en la piel.
Pero son ellos los que teniendo la oportunidad, eligen compartirlo todo con quienes no esperaban nada de ellos. Tal como aprendimos de nuestro Rab Ale Avruj, no somos lo que nos hicieron, somos lo que hicimos con lo que nos hicieron: Y ese fue el milagro que hizo posible las profecías de Eliseo.
Rab Jonathan Sacks ZL explica que “la Torá no es el libro de los humanos sobre Di-s, sino el libro de Di-s sobre la humanidad. Si fuera lo primero, el foco se habría puesto sobre el milagro Divino; en vez de eso, se puso sobre la respuesta humana al milagro”.
La conexión aquí es la insistencia en la dimensión social del judaísmo. La marginación como castigo, la soledad como reparación, y la reivindicación de lo comunitario, como el ideal.
En una hermosa cita talmúdica [7], el rabino Hiyya ben Abba se enferma, el rabino Yojanan lo visita y le pregunta: “¿Son sus sufrimientos queridos para usted?” Rabí Hiyya responde: “Ni ellos ni su recompensa”.
Rabi Yojanan le dijo: “Dame tu mano”. Rabi Ḥiyya bar Abba le dio la mano, y el rabino Yoḥanan lo levantó y le devolvió la salud.
El Talmud sugiere que la empatía y la amabilidad pueden ser enormemente reconfortantes. El maestro no podía solo: necesitaba un poco de compañía y una mano que lo levante.
A veces, con eso alcanza.
¡Shabat Shalom veJodesh Tov !
Seba Cabrera Koch