
En la Haftará de Jol HaMoed Sucot, el profeta Iejezkel (Ezequiel) describe uno de los momentos más intensos de la historia profética, la batalla de Gog uMagog, una guerra que simboliza la amenaza final sobre el pueblo de Israel.
Las naciones se levantan, el peligro es inmenso, y sin embargo, Dios interviene: “Y sabrán las naciones que Yo soy el Eterno, cuando me santifique en medio de Israel” (Ezequiel 38:23).
El mensaje es claro: incluso en el caos más oscuro, la historia no termina con la destrucción, sino con el retorno.
Poco después, el mismo profeta dice:“Traeré de vuelta a los cautivos de Iaakov y tendré compasión de toda la casa de Israel” (39:25).
Cientos de años después el profeta Nejemiá, vive ese anuncio hecho realidad.
El pueblo regresa del exilio babilónico, vuelve a Ierushalaim, y por primera vez en generaciones puede leer la Torá en voz alta, construir sus Sucot y celebrar: “E hicieron Sucot y hubo una alegría muy grande, como no se había visto desde los días de Ioshua bin Nun” (Nejemiá 8:17).
Entre las palabras de los profetas pasaron más de dos siglos. Dos siglos de ruina, destierro, reconstrucción y fe.
Pero lo que une ambas historias es la misma certeza: ningún exilio es eterno. El retorno puede tardar, pero siempre llega.
Hoy, miles de años después, nos toca a nosotros vivir entre estas historias. Seguimos esperando el regreso de nuestros hermanos y hermanas secuestrados, seguimos rezando por los que aún no volvieron, y seguimos creyendo como creyeron ellos que la historia de Israel no termina en el dolor.
Sucot, con su techo frágil y su alegría improbable, nos enseña exactamente eso: que se puede tener fe incluso en la vulnerabilidad, que se puede seguir celebrando aun mientras esperamos.
Así como en los días de Nejemiá, el pueblo volvió a construir sus Sucot y su esperanza, que este año también podamos ver a nuestros cautivos regresar y nuestras Sucot llenarse de alegría y de vida.
Sem. Mati Bomse