Parashat Pinjás nos narra acerca de cinco mujeres hijas de un hombre de la tribu de Efraim llamado Tzlofjad.
Tzlofjad había muerto y no habiendo dejado herederos varones las mujeres se acercan a Moisés pidiéndole una porción en la Tierra Prometida.
Sabían las mujeres que la herencia era sólo para los hombres. ¿Qué habría de ocurrir con los derechos de su padre? ¿Ser mujeres las transformaba en criaturas de segunda categoría?
Moisés no sabía bien qué responder. Pero después de consultar con Dios, recibió la respuesta: aquellas cinco mujeres irían a heredar a su padre y tendrían una porción en la Tierra de Israel.
El Midrash hace una lectura muy interesante de este episodio: «En aquella generación, las mujeres enmendaban lo que los hombres arruinaban».
Los hombres bailaban alrededor del becerro; las mujeres se hacían a un lado. Los hombres difamaban contra la Tierra junto a los espías; las mujeres guardaban respetuoso silencio. Los hombres querían elegir un líder que los lleve de regreso a Egipto; las mujeres iban a Moisés a suplicarle tener una porción en la Tierra de Israel.
Muy pocos querían a esa Tierra, a excepción de ellas.
La historia de las hijas de Tzlofjad es un calco de nuestra historia como pueblo. Durante siglos, nadie quiso a esta Tierra, salvo nosotros.
Ni siquiera aquellos otros pueblos que hoy la llaman «Tierra Santa», le dedicaron un poema o un mínimo sueño.
Mientras todos veían desolado a Israel y le daban vuelta la cara, nosotros sabíamos que estaba desolado porque nos estaba esperando.
Mientras todos, con desidia e inercia, se acostumbraban a sus pantanos contaminados por la malaria o morían de tifus, nosotros sabíamos que aquel día en que lográramos secar esos pantanos, Israel volvería a ser la tierra de leche y miel.
Nosotros éramos los que soñábamos con la Tierra de Israel cuando todos la veían como el patio trasero del mundo. No es por su riqueza que soñamos por siglos con ella. Soñamos con ella a pesar de su pobreza.
No es sólo la promesa de Dios lo que nos da legitimitad como habitantes de esta Tierra. La legitimidad máxima y absoluta la logramos al haberla deseado cuando todos la despreciaban; al haberla llorado cuando todos la profanaban.
Tal como ocurrió con las hijas de Tzlofjad.
Rab Ari Bursztein