Hay semanas en las que uno llega al Templo como quien cae en casa después de un día raro: con el pelo medio desordenado, con la cabeza en tres lugares distintos, con un par de mensajes pendientes y la sensación de que el mundo vino acelerado. Y uno piensa: “Bueno, me siento, respiro un poco, escucho lo que pueda y seguimos.” Pero los textos tienen ese timing incómodo y maravilloso de esperarte justo ahí, cuando todavía no te acomodaste en la silla, y te dicen bajito: “Che… no te vayas todavía. Escuchá un segundo.”
Y esta semana, la Haftará de Miketz te hace frenar desde una sola frase: “Shlomó despertó y… era un sueño.” (I Reyes 3:15). No suele pasar que el Tanaj diga así, sin anestesia, “era un sueño”. Es una manera muy elegante de avisarte que lo importante no es lo que pasó afuera, sino lo que se despertó adentro. Y ahí, sin que te des cuenta, ya estás dentro del puente con Iosef en Miketz.
Porque Iosef y el Rey Shlomó, cada uno en su siglo y en su mundo, hacen lo mismo: escuchan. Iosef escucha los sueños del Faraón y, con eso, salva a Egipto y a su familia (Bereshit 41:14–41). Shlomó escucha el sueño propio en Givón (I Reyes 3:5–14) y, paradójicamente, termina legitimando su reinado no por lo que ve, sino por lo que oye. Y si prestás atención, los dos reciben poder, pero ninguno se enamora del poder. Lo que los sostiene no es el cargo, es la capacidad de escuchar. Shlomó podría haber pedido larga vida, victoria o riqueza , D´s lo ofrece sin vueltas (I Reyes 3:11–13) y el tipo pide otra cosa: “lev shomea”, un corazón que escucha.
Y ahí es donde la historia se pone realmente humana. Porque cuando llegan las dos mujeres con el famoso juicio del bebé (I Reyes 3:16–28), no hay datos, no hay testigos, no hay cámaras de seguridad. Sólo hay dos relatos, dos dolores, dos voces. Y Shlomó, en vez de pelearse con las palabras, decide escuchar la intención. Pide una espada. Nunca para usarla. La pide para revelar, como quien tira un comentario incómodo en una reunión familiar sólo para ver desde dónde habla cada uno. Y pasa lo inevitable: la verdad sale sola. Una mujer grita: “¡Denle a ella el niño vivo! ¡No lo maten!” (3:26). La otra dice: “Ni para vos ni para mí: que lo partan.” (3:26). No hace falta un doctorado para entender. Hace falta oído. El Rambam dirá siglos después (Hiljot Sanhedrín 24:1) que un juez puede usar “medidas creativas” para revelar la verdad emocional. Shlomó lo entendió mucho antes que él: la verdad se escucha, no se fuerza.
Y entonces vuelve la pregunta que conecta Miketz con la Haftará: ¿qué hacemos con el poder que tenemos? No el poder grandilocuente, sino el poder cotidiano: el de ser padre, madre, docente, jefe, amigo, pareja, vecino, miembro de una comunidad. Yosef usa su don para cuidar vidas. Shlomó usa su sueño para cuidar justicia. ¿Nosotros desde qué lugar escuchamos cuando alguien nos habla? ¿Desde la respuesta que queremos dar o desde la verdad que el otro necesita decir?
La palabra que abre toda nuestra tradición es Shema “escuchá” y no es casual. Escuchar es tal vez el acto espiritual más difícil y, a la vez, el más transformador. Escuchar es dejar el ego en silencio un momento, frenar la ansiedad de contestar, soltar la necesidad de tener razón, y permitir que el otro entre. Escuchar es mirar a alguien y preguntarse: “¿Qué está tratando de decir realmente? ¿Qué no pudo poner en palabras todavía?” Escuchar no es una técnica: es una forma de estar en el mundo.
Y ahí aparece algo que no tiene que ver sólo con los textos, sino con la vida misma: el descubrimiento de que la escucha no es un gesto individual, sino un clima que se construye entre personas. Un espacio donde uno puede llegar como viene con alegrías, con preguntas, con angustias, con silencios largos, con ganas de hablar o de quedarse quieto y aun así sentir que hay alguien del otro lado, que hay un lugar donde la palabra cae suave y no rebota. Escuchar mejor no es un músculo privado: es un acto de presencia compartida.
La Haftará dice que Israel vio en Shlomó “jojmá Elohit”, una sabiduría divina para hacer justicia (I Reyes 3:28). Y recién ahí lo reconocen como rey sobre todo Israel (I Reyes 4:1). No fue rey cuando lo ungieron. Fue rey cuando supo escuchar.
Tal vez ese sea el mensaje más profundo de Miketz para este momento del año: que si afinamos el oído, si bajamos un cambio, si damos un poco más de espacio, si nos animamos a escuchar los sueños, los miedos, las historias y también los silencios de quienes tenemos cerca, entonces algo en nosotros también se ordena. Algo se eleva. Y aparece esa sensación tan simple y tan difícil de explicar: la de pertenecer a algo más grande que uno, sin necesidad de nombrarlo.
Porque al final, Iosef interpretó sueños, Shlomó interpretó corazones…y nosotros, cuando escuchamos de verdad, interpretamos vida.
Shabat Shalom.
Wally Liebhaber









