
Esta semana, la Torá nos trae una historia que, si uno la cuenta en una cena con amigos, probablemente todos se queden mirándote como diciendo: “¿Pero esto está en la Biblia? ¿Posta?”. Nadav y Avihu, dos muchachos con iniciativa, decidieron prender una ofrendita a Dios por las suyas, sin pedir permiso. Resultado: fuego del cielo, muerte instantánea, fin del emprendimiento espiritual. Dios, evidentemente, no es fan del “emprendedurismo litúrgico”.
La Haftará no se queda atrás. El Rey David, personaje con más vueltas que serie turca, decide mudar el Arca de la Alianza. Y como buen líder carismático, organiza un operativo con 30.000 tipos. O sea, no estamos hablando de mover una cómoda de IKEA. Esto era una procesión bíblica deluxe, con música, danzas, y el arca arriba de un carro como si fuera el corso de Gualeguaychú.
Todo venía bien hasta que los bueyes se tropiezan, el Arca se tambalea, y Uzá, pobre tipo con reflejos rápidos pero timing religioso discutible, mete la mano para sostenerla. Craso error. Dios lo fulmina en el acto. Y ahí David se frena, se agarra la cabeza, y dice (traducción libre): “Che, me parece que esto lo subestimamos”. Deja el Arca estacionada por tres meses en lo de Obed-Edom, y cuando ve que al tipo le empieza a ir fenómeno, decide intentar de nuevo… pero esta vez con más miedo que fe, y sacrificando cada seis pasos como si fueran peajes espirituales.
Cuando finalmente llega a Jerusalem, David se manda un bailongo místico frente al pueblo. Pero su esposa Mijal lo ve y le tira una de esas frases que cualquier pareja puede identificar: “¿Así que sos el rey y bailás como un desubicado delante de todo el mundo, eh?”. A lo que David le contesta algo así como: “Bailo porque estoy agradecido, porque Dios me eligió, porque me sale del alma”. Y bueno, ahí el relato nos dice que Mijal nunca tuvo hijos. Vaya uno a saber si por castigo divino, por incompatibilidad de caracteres o porque después de eso no se hablaron más.
Y al final, cuando todo parece en orden, David se queja: “Yo vivo en un palacio de cedro y el Arca está en una carpa”. Tiene razón. Pero Dios le responde por intermedio del profeta Natán: “Vos no vas a construir el Templo. Lo va a hacer tu hijo. Pero tranquilo: tu legado va a seguir”. O sea, lo importante no es quién lo hace, sino que se haga.
Porque la historia, en el fondo, no es sobre castigos divinos, ni sobre arcas mágicas. Es sobre los límites. Los límites entre lo que queremos hacer y lo que nos corresponde hacer. Entre la intención y la acción. Entre lo que soñamos construir y lo que finalmente podemos dejar sembrado para los que vienen después.
Y ahí, como David, nos encontramos todos: bailando frente a la vida, a veces sin saber si estamos haciendo el ridículo o rindiendo homenaje, esperando que el amor, el legado, y el sentido aparezcan entre paso y paso.
Shabat Shalom,
Wally Liebhaber